Un cuento con sabor a miel




Había llovido más de lo necesario, casi tres días seguidos. El camino de tierra que unía el pequeño pueblo con otro algo más grande, se transformó en arroyo.




Corría el agua barrosa por un cauce programado y se adentraba en el matorral de los costados. Lucía debía ir al pueblo grande, pero ya no le gustaba chapotear en el agua como cuando era pequeña. Pero debía ir, necesitaba miel. Su hermanito de cuatro años tosía intensamente, comenzó con el mal clima. Sólo una mezcla, que Lucía preparaba con miel y otros ingredientes, lo calmaba.




En el pueblo grande había muchos colmenares y era conocido por su exquisita y pura miel de abeja.




Muy a su pesar, pero sabiendo lo importante que era, se calzó grandes botas de goma y emprendió el difícil trayecto. Eran las diez de la mañana. El cielo encapotado aún, comenzó a liberar pálidos rayos de sol.




En los árboles se escuchaban ruidos, las aves que en forma obligada buscaron refugio, volaron en busca de alimento y libertad.




Al fin y al cabo no fué tan malo el trayecto. ¡Qué agradable volver a estar al aire libre! y conectarse con todos los sonidos, luces y olores de la naturaleza.




Llegó al pueblo, compró la miel dorada, espesa, tibia y regresó por donde vino. Lucía se sentía bien, podría curar a ese niño que tanto amaba.




El sol del mediodía, poderoso, espantaba a los nubarrones grises que se alejaban refunfuñando. Una suave y fresca brisa disminuía la fuerza del astro rey. Los charcos comenzaron a evaporarse y por debajo apareció el viejo camino de tierra.




A pesar del solitario mediodía, Lucía no sentía miedo, sus botas dejaban firmes huellas en el barro. Sólo pensaba en el niño que tanto necesitaba de la dulce miel.




Caminaba con paso rápido pero en forma distraída. No se percató de la sombra al costado del árbol más cercano. Un hombre viejo, andrajoso y sucio, se aproximó a ella con las manos extendidas. Lucía dió un respingo, se asustó y quedó quieta, pensando en cómo reaccionar.




El vagabundo se acercaba más, una sensación de peligro erizó los vellos de todo el cuerpo de la joven. Inmóvil observaba la desagradable aparición. Se acercó tanto a ella que pudo percibir su respiración jadeante y un olor nauseabundo que inundaba el espacio abierto.




Balbuceando le dijo: "tengo hambre, dame la miel"




"¡No!"---"es para mi hermanito enfermo"




"¡Dame la miel!"--exigió el hombre con voz rugiente y mirada sofocante.




Lucía respiró profundo y le entregó el tarro con el precioso tesoro, en pocos segundos temió por su vida y decidió obedecer. El vagabundo se dirigió hacia el matorral con pasos tambaleantes y desapareció.




La joven derramó algunas lágrimas de rabia e impotencia.




Pensó: "estoy viva" y puedo hacer nuevamente el camino al pueblo grande y comprar otro tarro de miel. Le quedaban sólo algunas monedas, no era suficiente . Estaba a mitad de camino entre su pueblo y la miel. Podría volver a su casa para buscar el dinero necesario, pero decidió arriesgarse y se dijo: "que sea lo que Dios quiera, voy a buscar la miel ya"




Al llegar a la colmena explicó lo sucedido, la entendieron y bajo la promesa de pagar la deuda, le entregaron un nuevo tarro del delicioso alimento. Ahora Lucía casi corría, no se distrajo con la naturaleza que cobraba cada vez más vida y color.




Corría apretando el tarro contra su pecho y sabía que nadie podría quitárselo. La valentía, tenacidad y fortaleza de Lucía lograron llevar la miel a su destino principal.




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