Bordado a mano


Sentada en el sillón más confortable de la casa, estaba Esther.

Toda una señora, pisando el escalón de los sesenta.

Bordaba.

Era su pasatiempo, vocación y también le permitía viajar a sus recuerdos.

Su trabajo era una maravilla artesanal. Ella no lo sabía, tampoco le importaba, nadie lo veía.

¿A quién podría interesar un mantel bordado con flores delicadas, colores pasteles resaltando sobre la inmaculada blancura de la tela de hilo?.

Esther pensaba que en la época de la informática, del ciberespacio y de la avanzada tecnología, la gente ya no usaba manteles, quizás ni usaran mesa. Con el ajetreo de estos días, comer era a veces una pérdida de tiempo, muchos engullían parados.

En frecuentes ocasiones se negó a la insistencia de sus nietos adolescentes de adentrarse en el mundo de lo virtual.

Ella era feliz mezclada con sus hilos y agujas, recordando su juventud. Mientaras sus, aún ágiles, dedos entraban y sacaban la aguja de la tela, pensaba: fuí una buena esposa y madre, creo ser una buena persona. Este simple pensamiento le daba paz y sosiego a su quieta vida.

Tuvo, como todos, momentos difíciles, durante los cuales pensó que quizás no podría superar los obstáculos.

Pero los superó, y allí estaba Esther, su bordado y su sillón confortable. Una vida simple, sin grandes aspiraciones, era el día a día de esta mujer apoltronada en su conformidad. Sin riesgos, quizás sin ganancias y sin pérdidas.

La vida es como uno la vive. El entorno, las circunstancias, pueden darle giros, diferentes colores, altibajos. La esencia es nuestra elección.

Las diferentes actitudes y formas de vivir hacen que el mundo gire sin pausa, evolucione (a veces mejora, otras empeora).

¿Se imaginan si todas las mujeres fuésemos Doña Esther?

Les dejo a uds. la respuesta.

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