El cofre de cristal


Leandro apuraba el paso por el callejón cercano a su casa. La noche comenzaba a caer sobre el pueblo perdido y solo en el mapa. La atmósfera pesada anunciaba cambio de clima. Leandro detestaba las tormentas, se asustaba con el estruendo del cielo enojado y rugiente.

Cuando pequeño, en noches así, saltaba de la cama y se escondía detrás de un armario desvencijado que con esfuerzo separaba de la pared. Se sentía protegido detrás del viejo y maltrecho mueble.

El paso más rápido aún, lo agitaba tanto como el miedo a los relámpagos, que iluminaban cada tanto un caserío ya dormido.

Flaco, mal vestido, despeinado y asustado; al decir del viejo dicho: no se daban ni dos cobres por él.

Tenía que llegar a su casa antes que el cielo comenzara con su letanía de llanto. No por él, por lo que llevaba apretado bajo su brazo izquierdo.

Un cofre, un cofre de cristal del tamaño de una caja de zapatos. Se cerraba con un herrraje dorado.

Giró bruscamente hacia la derecha en el oscuro callejón; con un rápido movimiento sacó una llave y abrió la primer puerta de la callecita donde estaba.

Justo a tiempo, comenzó la lluvia, mansa al principio y luego cascadas que se desplomaban de un cielo rojizo, amenazante.

Leandro suspiró con alivio. Cerró la puerta. Encendió la luz, el panorama no era mejor que él mismo. Una habitación pequeña, casi vacía, apenas una mesa, cuatro sillas, un sofá de color tristeza...y el viejo armario desvencijado de su infancia.

Apoyó el cofre transparente sobre la mesa sin mantel, lo miró largo, como sin tiempo.

Era perfecto, bello, lo que lo diferenciaba de todo lo demás. Destellos de luz surgían de sus costados, cuando la bombilla eléctrica que colgaba del techo se bamboleaba sobre él.

Dentro de la increíble caja, una pila de papeles, parecían no pertenecer a ella. El cofre debería contener joyas o monedas de oro que merecieran su belleza.

Leandro lo abrió, despacio, como midiendo fuerzas. Sacó uno a uno, los papeles, de distintos tamaños, algunos ya amarillentos, con vejez acumulada, frágiles.

Todos estaban escritos, la misma letra con diferente intensidad. Cartas, muchas cartas, que Leandro escribió a la mujer de sus sueños, sí, de sus sueños, porque nunca existió.

Hombre apático, guardador de vivencias, no aprendió a vivir, no le enseñaron.

La vida para Leandro era pasar por un túnel oscuro, sin escapatoria, sin colores, sin susurros.

Aprendió a esconder, a flotar, sólo, en un mundo imaginario, menos peligroso, pero aburrido, intrascendente, pasajero y sin raíces.

Las cartas escritas en momentos en que alguna emoción asomaba a su vida sin luces, lo unía apenas al mundo real.

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